Datos personales

Mi foto
No me gusta ni el queso ni la palta.

sábado, 12 de abril de 2014

Plegaria (dame cinco minutitos más).

Con nosotros a su arbitrio, con las rodillas despellejadas en lo más profundo
en la unidad entre huesos y átomos del alma,
ahí estamos tú y yo
en la gruta de una iluminada virgen de yeso
encontrándonos ante la idea de Dios, como dos miserables listos para morir.
No fuimos sólo ruido, ni canción, ni poesía,
tú y yo fuimos el clamor del amor
la queja de una caminata sudorosa y cansada.
Pusimos la última piedra en este castillo que construimos juntos y acto seguido
el silencio de siempre y un golpe de furioso olvido. Un vómito de castillo al suelo.
Y qué hacer sino tragar las piedras, una a una, mientras reconozco
frente a una virgen de yeso,
lo patético de amarte y que me duelen los ojos al llorarlos y las lágrimas se secan lento
sobre los dedos,
que los niños ya no juegan convencidos su juego verdadero,
que el día se cae a pedazos porque extraño sentir el roce de tu espalda en la cortina
y que el don de ser desconocidos nos hiciera reír de la gente hasta el dolor.
Y una multitud bajo sospecha, me observa desde las graderías,
se burla de mi cara maltratada
por la falta de alimentos y los días de oscuro encierro.
La llama de la reunión me ciega, me absorbe de lágrimas a uñas
y me hace girar en su asador mecánico, mientras suena tu nombre prostituido ya
en las bocas de los presentes.
Cuanto daría por tener tu cabeza entre mis manos,
como una tragicómica escena de pornografía barata,
como una desartística muestra de obscenidades.
Es un asco que consumo diariamente, en secreto, formalmente cínico.
Cuánto daría por volver a escupir las tumbas de los viejos que matamos con olvido.
Y así,
con lo poco de coraje que me va quedando, trato de entender
a los pobres que se juntan en las puertas de las iglesias a llorarle,
a tus manos desmejoradas de tanto juntarse a las mías,
a las lágrimas ansiosas de rodar por las mejillas
los silencios que preceden a los gritos
y la mueca de espanto al despertar en medio de la fría humedad
de unas sábanas usadas sin propósito.
De tanto esperarte a ti y a tus respuestas, terminé enamorado del teléfono
de las letras de las cartas tuyas que jamás pude leer por temor a lo que me dijeran
y de los números del calendario,
esos que no se detenían nunca aunque yo tratara de amarrarlos
al café de la mañana, a los noticieros sanguinolentos, al ruido de la ciudad en invierno.
Sin querer recuerdo el sonido de las respiraciones agitadas
corriendo calle abajo, la lluvia y la risa
la risa ante la muerte pasajera y ante todo lo que es pasajero
la risa que nos daba el tiempo que pasa y el que no termina nunca de pasar
ese tiempo que no se cansa de alcanzarnos
en la misma casa, en la misma calle, con el mismo rostro
ante el mismo espejo y con el mismo silencio, ese que buscan los verdaderos músicos,
ese que nos empapa hoy, tan duro e inútil como el acero de un barco que naufraga.
Guardo todavía la tibieza del viento en la frente
como te he guardado este rencor a pesar de los años,
recuerdo los ojitos abiertos y lagrimeando cuando caminábamos por la plaza
y los pasos que sonaban hermosos
y a los perros que nos ladraban,
recuerdo cuando me amabas la noche entera
y cuando vencida por el sueño, prometías despertar lista para amarme otra vez.
Pero mi voz que ya es lenta como de espuma recién depositada sobre la arena
suena seca, salina y final.
Olvidé la fecha del día en que embriagados de una substancia extraña
ardimos, matamos el tiempo con las manos
y llenamos con tierra los vacíos.
Y aún así quisiera caer y volver a caer en ese día
y llorar y volver a llorar con las rodillas rotas,
porque si otra vez tomara tu mano y me apoyara en tus piernas
y si la calma vuelve a parecerse a tus brazos rodeándome
y si el frío vuelve a parecerse a tu ausencia
prometo que ahí estaré cuando regreses.
Igual de niño, igual de solo, igual de triste. Esperando.
Esperando igual que siempre en la misma esquina de nuestra pieza,
allí donde escondimos los juguetes para que los empolven los años.
En la casa donde crecimos juntos, te voy a esperar
mientras termino de ordenar el desastre que dejaste al irte, te voy a esperar
con la condición de dejarme intacta el alma que es lo único que tengo ahora que no tengo
nada.
Por eso ciegamente me aferro a las manos de la virgen iluminada
arrodillado busco amparo y paciencia en su regazo y en su cortante figura
en medio de una gruta que raja la piedra
y la escribe como con tiza muy dentro de la tierra
rodeada de placas de agradecimiento.
Pero déjame decirte unas palabras al cierre, aprovechando esta lástima de llanto en misa
y estas ganas de correr bordeando el río, de ver incendios desde mi ventana
y de esconderme de los aviones que cruzan Concepción:
hagámosle la mueca final e infantil al destino irrenunciable de morir o de matar
déjame una última ronda
dame cinco minutitos más.

jueves, 3 de abril de 2014

Árbol

A mi madre, en secreto.

Toda mi feroz humanidad desatada por ti, de tu piel pegada a la sombra
de un árbol que es mi vida, mis raíces son tus piernas, como si perteneciéramos
a una especie desconocida de planta, una vida imperecedera, desatada e infernal
que nace en tu vientre y muere en mi ombligo.
Soy paloma pateada en la plaza pública y si de comer tu pan se trata
crecería veintisiete veces mi tamaño para golpear con mi pecho a los transeúntes
sólo por defender el día en que nací.

Tus manos trabajadoras de pizarras inútiles y de salas vacías, son dos herramientas
concertadas con el destino de tantos niños que ahora son viejos
y que probablemente no se acuerdan de tu nombre.
A cuántos habrás hecho fieras allá afuera,
comedoras de hombres, azotando a otras bestias
y matando niños.
A cuánto pordiosero habrás parido a tu manera.

Sin embargo, me parece evidente que he pecado de no ser soberbio.
De no andar por las calles gritando tu nombre y el mío, unidos por las mismas letras
confundidas en una palabra, hecho que no escapa de lo trivial
pero que me hace dueño de todos los bosques y los ríos y los palacios imaginarios.
Pequé de no romper los diarios que te buscan porque no los necesitas.

Soy paloma crecida veintisiete veces
y con eso no me alcanza para hacerte frente,
en la plaza pública, ante la gente
(aprovechando el tumulto repartamos volantes con tu nombre,
publicitemos la decadencia de la profesión).

Árbol materno de sabia y blanca leche que me abrazas, yo te pido:
recuérdame esta calma cuando me lleven a la horca.

O al silencio, que es lo mismo.

miércoles, 15 de enero de 2014

Enero es el mes más cruel.


Profundo de llanto en la almohada:
así me ha encontrado enero un par de veces.
El mes más cruel,
con su falsa idea de renacer 

como si la vida misma pudiera reducirse a algunos días dispersos
en la suma de todos los días de la vida.


De golpe, me encontré ante un mar desconocido 
con un enorme barco y con lobos marinos.
Un hedor. Un sol quemando el rostro 

con su lengua de incendiada sangre solar.
Yo, mojado en mis propias aguas.
Enero consecuente de calor y sal de mar.


De pronto, el diablo se hizo presente, juez y parte
en este pleito irresoluto, en este viaje sin hora de arribo. 

Noticias llegan desde el centro:
una pareja ha muerto de pena en medio de la ciudad. 

De sus padres brotan dos lágrimas que se unen 
avanzan por el puerto
y desembocan como ríos en el mar.